Hace tan solo unos días un terrible terremoto asoló Nepal, destruyó muchos de sus monumentos y acabó con muchas vidas humanas. Ese horrible terremoto ha hecho que mucha gente situé a ese pequeño país en el mapa e incluso que muchos sepan que hay un lugar en el mundo llamado Nepal.
Pero antes del sábado pasado, el reino del Himalaya, el país que fue destino de los hippies en la década de los setenta, era real y había maravillado a muchos viajeros que como yo si sabíamos que Nepal tenía un lugar en el mundo, pequeño físicamente, pero de gran importancia natural y cultural.
A día de hoy, después de una semana escuchando noticias sobre el terremoto, las muertes y la pérdida de tanto patrimonio histórico he estado mirando fotos y recordando mis dos viajes a Nepal. Me siento muy afortunada por haber tenido la suerte de pasear en varias ocasiones por las diferentes Durbar Square del Valle de Katmandú, por haber visto el Himalaya, por haber conocido gente amable dispuesta a sonreír ante mi cámara de fotos…. Tengo tantos recuerdos de ese país podría escribir y escribir para compartirlos todos, pero algunos los dejaré para mi, porque hay cosas que si no se cuentan se mantienen en la memoria con un halo mágico.
Algunas veces es cierto que los recuerdos no solamente son imágenes, son también sensaciones. Un aroma, por ejemplo, como el de las flores frescas depositadas en tantos templos a los pies de los dioses, o el del incienso en aquella tienda de Bhaktapur donde además sonaba una relajante música. También el del frangante chai o el de los momos recién hechos.
Otras veces esos recuerdos tienen sonido: el del caos de la calles de Katmandú, el de los instrumentos durante la oración en un monasterio tibetano o el de los animales a punto de ser sacrificados en algún templo hindú.
Pero de lo que no hay duda es que cualquier recuerdo que tenga que ver con Nepal estará lleno de color, ya sea del verde de sus valles y montañas o de los cientos de tonos que tiñen todas esas telas y mantas que se venden en los mercados de la ciudades. También se suman a esos recuerdos de color los intensos ojos de Buda en las estupas, las banderas de oración que ondean en montañas y colinas o el rojo de las vestimentas de los monjes que rezan en los monasterios que acogen a los refugiados tibetanos. Y por supuesto la ropa de esas mujeres de piel morena y pelo negro que caminan descalzas por cualquier ciudad llenando de alegría con el color de sus saris y sus salwar kameez cualquier rincón por gris que este sea.
Nunca podré olvidar el día que bañé un elefante, cuando sobrevolé el lago de Pokhara, el atardecer junto a la estupa de Bodhnath, los paseos por Katmandú, el regateo entre risas y charla o las carreras en Bhaktapur intentado evitar a los búfalos que formaban parte de la versión nepalí de los San Fermines.
La gente, ese sin duda es el mejor de lo recuerdos. Sus sonrisas, sus miradas curiosas, su generosidad y humildad, ese querer entender como sea lo que alguien que viene de tan lejos le quiere transmitir. Esos “namaste” pronunciados siempre con alegría, esa sensación de felicidad cuando le decías a alguien que le ibas a mandar esa foto en la que se veía tan favorecido sin pedirle nada a cambio… Me pregunto cada día si esos rostros que forman parte de mi Nepal estarán bien, si habrán sobrevivido a la catástrofe que el destino les tenía preparada, si algún día recuperarán esa sonrisa con las que yo les recuerdo…
Adoro Nepal, su capital es una de mis ciudades preferidas por muchos motivos. Solamente espero que ese país de gente fuerte y luchadora sea capaz de salir adelante, de renacer de las cenizas. Seguro que lo consiguen, porque hace menos de un siglo sufrieron otro terremoto que también destruyo gran parte de su patrimonio y hasta hace una semana conseguían seguir enseñando al mundo lo maravilloso de su arte, cultura y naturaleza.