5 de diciembre 2016 – Nuestro primer día en Puerto Rico desperté un poco descolocada. Nos habíamos acostado tarde, la diferencia horaria, una cama que a pesar de ser muy cómoda no era la nuestra… Cuando finalmente me ubiqué me levanté para salir a la terraza y ver si había amanecido. Eran casi las siete de la mañana y ya había bastante luz, pero contra todo pronóstico por mi parte, estaba lloviznado, el cielo no estaba azul y el mar era gris, todo era lo menos caribeño que podía esperar. Así que con ese plan y que aún estaba cansada decidí regresar a la cama e intentar dormir un poco más. No aguanté mucho, a las ocho ya estábamos en pie asomados a la terraza y contemplando la privilegiada ubicación del Hotel El Conquistador, un resort en que nos alojamos cuatro noches. Se empezaban a ver algunos claros, pero no dejaba de llover por lo que empecé a pensar en cambiar el plan para ese primer día, y en lugar de ir a Isla Palomino a disfrutar del mar le planteé a Arturo aprovechar el día gris para visitar El Yunque, un bosque pluvial ubicado a poca distancia de Fajardo. Me dijo que mejor nos íbamos a desayunar y con la tripa llena ya veríamos que hacer.
Fuimos al restaurante Las Brisas y allí nos acomodamos en una mesa con preciosas vistas, aunque ese día el cielo plomizo desmerecía bastante el paisaje. Nos atendieron con mucha amabilidad y disfrutamos de un buen rato desayunando con tranquilidad ya que el hotel tenía en esas fechas tan pocos clientes que casi daba pena ver unas instalaciones tan amplias y con tan poca gente. El desayuno era buffet y tomamos tortilla, algo de embutido, quesos, fruta y tostadas. No estaba mal, pero para un hotel de las características de El Conquistador nos pareció un poco escaso, sobre todo cuando nos trajeron la cuenta a la mesa y vimos que el precio del desayuno era de 32 dólares ¡¡¡por persona!!! Menos mal que estaba incluido en el precio, porque si tengo que pagar eso me da un síncope allí mismo. Eso si, nos indicaron que la cuenta se llevaba a la mesa porque la propina no estaba incluida, una propina que directamente se sugería en la parte inferior de la nota como de entre un 15 y un 20% del importe. Es decir, que lo menos era dejar 10 dólares de propina, mucho más de lo que me hubiera costado desayunar en España o en tantos lugares del mundo.
Con la tripa llena volvimos a nuestra habitación y al consultar el pronóstico del tiempo para ese día parecía que poco a poco el cielo iría abriendo y podríamos disfrutar del sol. De modo que decidimos ponernos los bañadores, coger los bronceadores y unos libros para pasar el día en la playa, esa playa privada que el Hotel El Conquistador tiene en Isla Palomino. Para llegar allí nos dijeron que había un ferry desde el pequeño embarcadero del hotel que cada hora salía rumbo a la playa, lugar en el que nos comentaron que nos darían toallas y tendríamos bar, baños y actividades para pasar el día. Nosotros nos subimos en el ferry de las 10 de la mañana dispuestos a pasar un día relajados a la sombra de alguna palmera, aunque el horizonte amenazaba más con descargar agua sobre nuestras cabezas que con dejar salir el sol.
En poco más de 15 minutos llegamos a Isla Palomino, un lugar de verdes colinas y arena blanca, aunque el mar en ese momento estaba más gris que azul. Allí nos dieron toallas y nos fuimos en busca de unas tumbonas. Había tantas libres que pasó lo que ocurre cuando hay mucho donde elegir: que ninguna nos convencía. Muy cerca del agua, nos va a dar el sol, están en un sitio de paso, esa parece rota… Por fin encontramos un lugar perfecto, con hierba bajo los pies, cerca de la orilla, sin gente cerca… sin duda el lugar perfecto para pasar un día de esos en los que un buen libro es la mejor compañía. Arturo estuvo más perezoso que yo y pasó la mañana tumbado mientras yo iba y venía curioseando lo que ofrecía la isla.
Descubrí que en la playa de Isla Palomino había una pista de baloncesto y que la dueña de ella parecía ser la iguana más grande y colorida que he visto nunca. No se movía, solamente estaba allí, entre los charcos que dejó la lluvia de la noche anterior. La verdad es que imponía y me pareció más prudente guardar la distancia antes que arriesgarme a acercarme demasiado a su territorio provocando un ataque del animal, que me podía arañar, morder y fastidiar las vacaciones… Así que hice unas fotos y me fui hacia otro lado para contar a Arturo la película que acaba de montar conmigo y una iguana gigante como protagonistas.
El día no terminaba de abrir en Isla Palomino, y cuando por fin me había animado a tumbarme empezó a llover. Veeeenga, a buscar otras tumbonas debajo de un sombrilla, porque aunque la lluvia era débil y hacia calor, tampoco era plan de terminar con las toallas empapadas. Apenas estuvo lloviendo unos minutos, lo mejor vino después: por fin el sol se decidió a dejar su refugio detrás de la nubes y acompañarnos a la vez que convertía el mar en otro lugar, dejó de ser gris para pasar a un intenso verde azulado. Ya no había razón para no bañarse, así que caminando entre corales y cocos caídos de las palmeras nos fuimos a dar un baño en un agua clara y cálida.
Se hacía la hora de comer, pero la verdad es que no teníamos hambre, tan solo sed. Aprovechamos que una camarera del restaurante de la isla pasaba por allí para pedir unas cervezas. Nos explicó que había unas ofertas de cinco cervezas, que las traía con hielo y que era muy interesante… pero vamos, por mucho que sea oferta, 5 dólares por lata no me parece una ganga. Le dijimos que con dos latas bien frías era suficiente, y nos las trajo con la nota en la que se sumaban los 10 $ de las cervezas (las latas no llegaban a ser de un tercio) más los impuestos más la propina opcional. En fin, que no os cuento por cuanto sale tomarse una cerveza en Isla Palomino, porque al final estábamos de vacaciones y tampoco íbamos a estar racaneando.Pasadas las tres pensamos que lo mejor era dejarnos de playa y sol, no era plan terminar colorados como tomates el primer día en Puerto Rico, de modo que recogimos nuestras cosas y pusimos rumbo a la lancha que nos llevaría desde Isla Palomino al hotel. Allí nos dimos una ducha, nos vestimos y nos dispusimos a salir a dar una vuelta… pero se nos ocurrió parar en recepción a preguntar por algún lugar cercano donde cenar y pasamos allí de chala una hora con Rubén, la persona que nos atendió y que nos dio un montón de datos sobre restaurantes, ferrys y carreteras para llegar de forma sencilla a diferentes lugares. Así que cuando salimos del hotel eran las cinco de a tarde y apenas quedaba una hora de sol. Salimos hacia uno de los balnearios más famosos de la zona, Seven Seas. En Puerto Rico le dan el nombre de balneario a playas cerradas y muy cuidadas, en algunas se cobra entrada, pero esta en concreto es gratuita, tan solo se paga por estacionar el coche en el parking. A la hora que nosotros llegamos no había ya nadie, tan solo un arenal bañado por aguas calmadas y con vegetación casi hasta la orilla del mar.
Continuamos ruta y aterrizamos de casualidad en Las Croabas, un lugar famoso por se el punto de partida para las excursiones que llevan a ver la bahía bioluminiscente de Laguna Grande. Antes de salir de España era una de las cosas que más me llamaba la atención, pero cuando me puse a investigar al respecto para ver como hacerla me pareció que al menos en esta zona de Puerto Rico no iba a merecer la pena, pocas posibilidades de apreciar el efecto, cientos de kayaks en fila india y un precio tan elevado que parecía un engaño. Valoré si hacerlo o no, incluso mire si podríamos ir a la isla Vieques, el lugar donde se consigue ver este efecto con más facilidad, pero al final decidí que verlo en un vídeo me iba a valer. No se si acerté o no, pero viendo la cantidad de empresas de kayak que había en Las Croabas en ese momento tuve claro que las bahías son un negocio redondo para más de uno.
Dimos una vuelta por la zona, un lugar que poco tiene que ver pero que nos regaló una bonita puesta del sol, y nos sentamos a tomar una cerveza en un bar lleno de luces navideñas, El Pescador. Nos trajeron una carta llena de platos caribeños, pero cenar antes de las seis de la tarde se nos hacía muy pronto, así que pedimos una cervezas y nos relajamos comentando nuestro primer día en Puerto Rico y las maravillas de Isla Palomino.
Al pagar la cuenta, otra sorpresa. Y es que en Puerto Rico las cartas de cervezas no tienen el precio, así que nos quedamos con la boca abierta a ver que en ese lugar una cerveza costaba lo mismo que en Isla Palomino: 5 $ más impuestos más propina. ¿Sería ese el precio fijo de una cerveza nacional? La verdad es que no daba crédito, pero al final Puerto Rico es un paraíso para unos norteamericanos dispuestos a disfrutar y a dejarse un buen dinero durante sus vacaciones. Pero… ¿en serio que iba a tener que pagar 5 dólares por cada cerveza que me tomara en esa isla del Caribe?
Con esa pregunta nos fuimos a cenar a un lugar que nos habían recomendado cerca del hotel, La Estación. Nos encantó el lugar, muy pintoresco pues ocupa el espacio que perteneció hace años a una estación de servicio. Íbamos sin reserva, pero tuvimos suerte y había una mesa vacía al aire libre. Dentro de los locales de Puerto Rico hace mucho frío pues ponen el aire acondicionado a tope, sin embargo en esta época del año en la calle se está muy bien, esa sensación de no tener ni frío ni calor, de estar a la temperatura perfecta. Nos trajeron la carta y nos hicieron algunas recomendaciones. Finalmente nos decantamos por unas cervezas, ensalada, carne para Arturo y una arepa rellena de langosta para mi, todo delicioso y el lugar muy agradable, ambiente distendido y buena música. La clientela en su mayor parte nos parecieron puertorriqueños, y en dos o tres mesas extranjeros disfrutando de una rica cena caribeña. El precio final no fue caro, pero tampoco barato para la idea que nosotros podíamos tener de lo que costaban las cosas en Puerto Rico: 58 dólares sin contar la propina.
Terminamos de cenar y regresamos al hotel, poco más había que hacer por allí cerca, así que dejamos nuestros coche en el parking y caminamos hasta nuestra habitación mientras el sonido de la rana coqui nos acompañaba para recordarnos que íbamos a dormir en Puerto Rico, la Isla del Encanto.