Martes 8 de diciembre – Vilnius y Uzupis
No quiero ser exagerada, pero de verdad que cada día que pasábamos en Vilnius hacía más frío, o esa sensación me daba a mi cada vez que abría por la mañana la ventana y veía el cielo plomizo sobre la ciudad, amenazando quizás con descargar agua sobre ella en cualquier momento. En vista de ello, yo cada día me convertía en una cebolla humana al subir del desayuno y antes de salir a patear la capital lituana: camiseta de manga corta, otra de manga larga, un jersey gordo, calcetines polares, bufanda bien grande, guantes… y encima de todo, el plumas. A veces parecía un muñeco Michelín, pero prefería que me sobrara ropa (cosa que nunca pasó) a echar algo en falta.
Esa mañana gris abandonamos al hotel a primera hora como cada día, y pusimos rumbo hacia el Bastión de la Artillería, una construcción recientemente restaurada que fue parte de la muralla de la ciudad y que contiene, cómo no podría ser de otro modo, una colección de armas y armaduras. Para llegar allí caminamos por tranquilas calles, de esas que parecen tener tatuada la historia de la ciudad en cada adoquín y en cada pared. Dimos una vuelta a su alrededor pero no pudimos acceder ya que aunque debía estar abierta el encargado de quitar el cierre ese día parecía haberse quedado calentito debajo de las sábanas.
Visto lo poco que había allí continuamos caminando hacia uno de los lugares más peculiares de Vilnius y de Lituania: la República de Uzupis. Para llegar a ella nosotros recorrimos Boksto gatve en dirección norte desde el Bastión, y en la segunda calle que encontramos a nuestra derecha bajamos hacia el río, de modo que nuestros pasos nos llevaron a uno de los tres puentes llenos de candados que dan acceso a Uzupis.
Antes de cruzar el puente que estaba justo frente a nosotros nos desviamos a ver la iglesia ortodoxa de la Madre de Dios. Su interior contiene un magnífico iconostasio y paredes llenas de iconos, todo ello atendido por un grupo de mujeres que parecen sacadas de un koljos (o al menos es así como yo me imagina a las mujeres rusas que debían habitar esos lugares, grandes, serias, con pañuelos en la cabeza…). Dentro no se escuchaba ni una mosca, en las iglesias ortodoxas la verdad es que la gente parece que ni respira, y a mi personalmente me hace sentir un poco incómoda esa sensación de que si comento cualquier cosa alguien aparecerá corriendo para decirme que me calle o me vaya.
Vista la iglesia, nos fuimos a cruzar uno de esos puentes en cuya entrada un cartel que anuncia que llegas en la República de Uzupis y cuyas barandillas están cubiertas de candados. Los había grandes, dorados, grabados, de colores… Un mundo en torno a algo tan simple como los candados y que seguro han hecho rico a más de uno ideando modelos que los enamorados quieran dejar colgados en un puente como símbolo de su amor eterno… En fin. Cosas que hay que ver. Como la sirena de Uzupis, sentada sobre el río con la melena al viento y con cara de pensar “soy libre para surcar el mundo siguiendo el curso de este río”.
Y libres es lo que quieren ser lo habitantes de este lugar que nació en 1998. Cuentan con su himno, bandera y hasta con una constitución que muestran con orgullo en las paredes de Paupio gatvé, y además lo hacen en varios idiomas para que todo el mundo entienda que vivir en Uzupis da derecho a agua caliente, a un tejado o a tener un gato si así lo deseas.
No hay duda de que Uzupis comenzó su historia con una filosofía de libertad e independencia que ha ido perdiendo con el paso de los años. Los rebeldes de antaño hoy son artistas bien posicionados que ofrecen sus obras en las muchas galerías que hay en las calles de este barrio cada vez más de moda (y con precios cada vez más elevados para quien quiera vivir en él). Durante nuestro paseo pudimos ver en la calle obras de pintores, cafeterías cuyos clientes parecían de la élite de la ciudad y muchos gatos tras los cristales. Y por supuesto, el Ángel de Uzupis, símbolo de la república.
Recorridas las calles de este peculiar barrio continuamos nuestros camino en dirección a la Universidad de Vilnius, en el casco histórico, muy cerca de la Plaza de la Catedral. Esta Universidad se fundó en 1579 y la dirigieron los jesuitas durante dos siglos, conviertiéndola en uno de los mayores centros de enseñanza de Lituania. Los rusos la cerraron en 1832, abriendo de nuevos sus puertas en 1919. En ella estudian 23.000 estudiantes, algunos de los cuales vimos durante nuestras visita, ya que era día lectivo. El interior del recinto es como un laberinto en el que se van enlazando unos con otros varios patios hasta un número de 13. Algunos son sencillos y están bastante descuidados, pero otros merecen por si solos pagar la entrada que se requiere para acceder al recinto (entrada que nadie pide ni comprueba si llevas contigo). Esos patios son el del Observatorio, al que se asoma un edificio el edificio que era el antiguo observatorio astronómico y cuya fachada está decorada con signos del zodiaco. El otro patio que destaca entre el resto es el Patio Mayor. En él hay un complejo de edificios de estilos renacentista, barroco y clásico, siendo el más sobresaliente la iglesia de los Santos Juanes. Su campanario abre la público durante las fechas de mayor afluencia de turistas, pues dicen que las vistas desde lo alto bien merecen el ascenso. Yo, por ir en invierno, me quedé sin verlas.
Hacía cada vez más frío ya ni los guantes parecían calentar las manos lo suficiente, y aún quedaban cosas que ver ese día. Sabíamos que si parábamos a tomar algo caliente perderíamos tiempo de luz que nos hacía falta, así que al salir de la Universidad y tras ver el Palacio Presidencial que se encuentra frente a ella nos compramos una bebida caliente que nos entonara el cuerpo.
El paseo nos llevó de nuevo a la Plaza de la Catedral, y desde allí caminamos rumbo a una de las más bonitas iglesias barrocas de Vilnius, la de Santa Catalina. La verdad es que entre semana no es buen momento para ir a visitar templos católicos en Vilnius, pues al contrario que los ortodoxos, los primeros abren solamente para las misas y en la mayoría de ellas nos encontramos con la puerta cerrada. Sin embargo, en Santa Catalina se celebran con frecuencia conciertos en su interior y eso me dio la posibilidad de preguntar a los operarios que estaban montando todo para esa noche si podía entrar. Y como no pusieron ninguna pega, allá que fui, a ver lo que se escondía tras la puerta de ese templo de color melocotón. Dentro la verdad es que estaba todo bastante oscuro, excepto por la iluminación del altar que estaban preparando para esa noche, pero a pesar de no ver mucho me fui contenta por haber podido curiosear un poco.
Desde allí pusimos rumbo a la parte más moderna de la ciudad, más allá de las calles llenas de iglesias y de recuerdos de los que fue el gueto judío. Nuestro destino era en primer lugar el monumento a Frank Zappa, una leyenda del rock cuyo busto de bronce descansa rodeado de graffitis… en mitad de un parking.
El día estaba cada vez más gris, y nuestro propósito era cruzar el río por el oeste para visitar una kenesa. Caminamos deprisa subiendo cada vez más las bufandas y sintiendo la humedad del río más cerca. Tuvimos que cruzarlo y nos sorprendió lo grande y caudaloso que parecía, hasta ese momento no lo habíamos visto con tanta claridad, tan solo habíamos pasado cerca de él la primera tarde en Vilnius. Tuvimos que preguntar por el lugar que buscábamos y nos indicaron que estaba ya a pocos metros. La verdad que fue un paseo importante… para llegar y encontrar de nuevo la puerta cerrada en esta casa de oración caraita (una corriente religiosa del judaísmo). Así que nos conformamos con verla por fuera antes de emprender rumbo hacia otra de las iglesias ortodoxas de la ciudad: la de la Aparición de la Santísima Virgen. Sus cúpulas negras no estaban lejos y nos anunciaban también la cercanía de Gedimino prospektas, calle por la que teníamos que regresar al centro parando primero en el Museo de las Víctimas del Genocidio.
Pero cuando llegamos al museo ¡¡habían cambiado el horario!! Menuda faena, con el paseo que nos habíamos dado y nos íbamos a quedar sin poder verlo. Aunque cabía la posibilidad de regresar por la mañana, estar allí en cuanto abrieran y de ese modo tener la oportunidad de recorrerlo antes de irnos al aeropuerto.
Puesto que aún nos quedaba tiempo, decidimos sobre la marcha visitar otro lugar, el Museo del Holocausto. Estaba a poca distancia del lugar en el que nos encontrábamos, así que no los pensamos dos veces y pusimos rumbo a la casa de madera verde que le aloja. Pagamos la entrada y nos invitaron a dejar nuestras cosas en la recepción, estábamos solos y hacia calor allí dentro, de modo que nos despojamos de todo y empezamos a recorrer las emotivas salas del museo. En ellas se mostraba todo el proceso del Holocausto en Lituania a través de fotos y objetos donados por los supervivientes o por familiares de los fallecidos. Es un museo pequeño pero sin duda muy impactante por algunas de las imágenes que cuelgan en sus paredes, cosas que todos hemos visto ya pero que sin duda no dejan de doler al sentirse tan cerca del lugar y la gente a la que ocurrió todo aquello.
Al finalizar la visita y con la idea en mente del volver al día siguiente al Museo de las Víctimas del Genocidio nos fuimos andando al centro para tomar un trozo de tarta en una pastelería que habíamos visto en el antiguo gueto judío. Más tarde paseamos por el centro de la ciudad buscando unos recuerdos con forma de imán que traer a casa. Cuando ya no tenía mucho sentido dar más vueltas por todo estaba visto nos refugiamos en una vinoteca (de las que hay muchas en la ciudad) a tomar una copa de vino con queso y a la hora de cenar terminamos cenando mejillones regados con más cerveza en un restaurante belga (de nombre Rene) en esa misma zona. Volvimos al hotel por una ciudad fantasma en la que nuestros pasos iban sonando en la solitaria calle mientras sobre nosotros las suaves luces de Navidad iluminaban el camino.